Capítulo 2.
-Pues claro que le he dicho que sí, no soy tonta, ¿sabes? Pero cállate, que se va a enterar toda la clase – dije mirando a la profesora.
-¿Y qué? Pues mejor, ¿tú sabes la cantidad de tías que andan detrás de él? Y la verdad, no me extraña, porque menudo chaval. Y encima, ¡tú vas a salir con él! Quiero saber todos los detalles eh, todo lo que te diga…apuntalo si hace falta. Y sobretodo, como besa.
-Que sí, pesada.
-Ay, es que esto es tan emocionante…
-Adriana y Catina, ¿habéis terminado de hablar o queréis compartir vuestra conversación con nosotros? – dijo la profesora, mucho había tardado en llamarnos la atención, pero lo mejor de todo es que todo el mundo estaba hablando… que asco de mujer.
-No, ya nos callamos – dijimos las dos.
-Bien, sigamos con la clase. Espero no tener que volver a llamaros la atención. – dijo la profesora, girándose a la pizarra para seguir con la clase.
Nos quedamos calladas atendiendo porque la profesora ya no nos quitaba el ojo de encima.
-Cati, una cosa – dijo Adriana, unos minutos después.
-Dime…
-¿Qué te vas a poner? Tienes que ir bien arreglada, ¡eh! ¿Te dejo una falda?
-Adriana, no seas pesada. Es una simple cita…
-¿Una simple cita? ¡Es la cita que te puede convertir en la chica más feliz y afortunada del mundo! – dijo, levantando la voz. Cuando es pesada, es pesada.
-Adriana, ¿quieres callarte? Nos van a mandar fuera al final… y no quiero quedarme hasta tarde como siempre, porque tengo una cita, por si no lo recuerdas – dije viendo la mirada que nos echaba la profesora.
Por fin se acabaron las clases. Adriana se empeñó en acompañarme a casa para arreglarme. Lo dicho, cuando es pesada, es pesada. Quedé con Julio a las seis y cuarto en la panadería de enfrente del parque. Tenía solo media hora para arreglarme. Me puse una falda de volantes blanca, con una camiseta rosa de tirantes y unas manoletinas rosas. Adriana me acompañó hasta la panadería, le obligué a irse cinco minutos antes de la hora. Por fin apareció Julio, iba guapísimo con una camisa de cuadros y su pelo en forma de cresta.
Capítulo 1
-¿Te gusta tu nueva muñeca, cielo? –dijo mi madre.
-Sí mamá, me encanta –dije con una sonrisa de oreja a oreja.
-¡Maldita sea! Me he dejado la cartera en el supermercado –dijo mi padre, tocándose los bolsillos del pantalón, soltando el volante del coche con una mano.
-¿De verdad? ¿Seguro que no está por aquí? – dijo mi madre mirando en la guantera.
-No… voy a dar la vuelta – dijo mi padre, disponiéndose a ello.
En ese momento, todo cambió, junto con un camión que iba en dirección contraria, a una velocidad no muy reducida. Mi padre giró, para volver al supermercado y recuperar su cartera, pero lo que perdió, fue mucho peor. Un rato después, oí gritos y vi como me subían a una ambulancia. Me dolía mucho la cabeza, pero no notaba que me doliera nada más. Me levanté bruscamente de la camilla en la que me subían, y vi como mis padres estaban en el suelo, atendidos por otros hombres de la ambulancia. Segundos después, vi como metían a mi padre en una especie de bolsa y la cerraban. Yo gritaba y lloraba. Los de la ambulancia intentaban calmarme, pero no les fue nada fácil. Unos minutos más tarde, vi como uno de los hombres que atendía a mi madre movía la cabeza de lado a lado, dejando de intentar reanimarla, y noté un pinchazo en el brazo que me hizo desmayarme. Cuando recobré el conocimiento, me desperté en la cama de un hospital.
Ahora, hace 9 años de aquello. Me llamo Cati, tengo 15 años y no hay día en el que no piense en la situación que cambió mi vida para siempre. Vivo con mi abuela en un tranquilo barrio de Valencia. Ella es la única persona que se hizo cargo de mí cuando me quedé huérfana. La verdad, es que para mi era la única persona que quedaba de mi familia. Mis otros abuelos murieron hacía ya bastante tiempo, era hija única, mi padre no tenía hermanos, y mi madre solo tenía uno, que vivía en California. Un ricachón que no se asomó ni para ir al entierro de su hermana, justificándose con la excusa de tener mucho trabajo. Mi vida era normal. A parte de vivir con la pesadilla de saber que pude morir junto con mis padres, era normal. Tenía amigos normales, que me querían y se preocupaban por mí. Estudiaba en un instituto normal, con gente normal y no tan normal, vamos, lo típico de cada instituto. Mi casa, bueno, la de mi abuela, era normal, de esas típicas casas unifamiliares… todo era normal.
-Cati, teléfono – gritó mi abuela desde el salón.
Salí de mi habitación y baje las escaleras. Cogí el teléfono, era Adriana, mi mejor amiga desde pequeñas. Siempre habíamos estado juntas y nos habíamos ayudado. No imaginaba un mundo sin ella; sin hablar todos los días con ella, sin ir a su casa a comer y viceversa, sin estar juntas en los recreos del instituto, sin comentar sobre los chicos que veíamos cuando salíamos por las tardes… Era mi persona, en quien más podía confiar. Me llamó para preguntarme una cosa de los deberes de historia, pero nos quedamos hablando más de una hora y media. Al rato de colgar, mi abuela me llamó para cenar. No tenía mucha hambre, así que comí un poco y subí enseguida a mi habitación. Cogí el portátil y entré, como no, en el tuenti. Me quedé muy sorprendida cuando vi que me hablaba alguien con quien nunca había hablado, y me sorprendí más aun cuando descubrí que ese alguien era Julio, el chico que tanto me gustaba desde 1º de primaria. Pero lo mejor de todo, era que me decía si al día siguiente quería ir con él a ver un partido de su equipo, en el que él no jugaba. Le dije que sí, que me encantaría. La verdad es que me extrañó, porque nunca fuimos lo que se dice muy amigos, aunque sí que pasamos alguna que otra tarde juntos, cuando quedábamos todos. Me dormí pensando en que pasaría… soñando como podría ir todo, deseando que fuera perfecto.
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